Hace alguna temporada que andaba dándole vueltas a esto de hacerme un blog personal y comentar, con quien quiera que se deje caer por aquí, las cosas que se me ocurren; pero nunca terminaba de decidirme.

La cuestión es puramente narcisista ya que ya comparto con unos amigos un pequeño espacio donde hablamos de nuestras cosas, pero no me es suficiente: necesito más protagonismo.

Quizás sea que debería comprar un perro o echarme novia (y perdón por la comparación, espero que nadie se sienta ofendido: a mí los animales me encantan) de esa manera seguro que llevaría una vida más sana y mucho más social, no tan pegado a una pantalla y con preocupaciones mucho más elevadas que leer y ser leído por gente que, como yo, adora a los animales y a las relaciones con seres vivos del sexo opuesto (y, en algunas circunstancias y países, del mismo sexo) pero carece del tiempo y la dedicación necesarios para profundizar en las cosas que realmente importan.

Pero centrándonos de nuevo en mí, que es lo que pretendo desde un principio, el otro día me lamentaba con un amigo de que desde que las nuevas tendencias tecnológicas han asaltado mi vida ya no tengo fotos de mis amigos pegadas en la puerta ni guardo cartas en el cajón de mi mesita de noches; por dios! ya ni escondo una Penthouse entre los apuntes de clase y es que ni siquiera tengo los apuntes escritos en papel.

En este frío nuevo orden digital estaba el otro día haciendo un poco de limpieza y poniendo cada cosa en su sitio cuando me encuentro unas cartas que, por casualidad, habían sobrevivido en el olvido al paso del tiempo y a las múltiples limpiezas con las que a veces castigo a mis recuerdos.

No sé si es válido, más o menos, el alegar que uno empieza a añorar las cosas que van quedando atrás y que por eso las escribimos y las compartimos haciendo partícipes de nuestros secretos, no sólo a Sandra, si no tanta otra gente que lea y responda a estas nuestras cartas.

Por eso, hoy he empezado a escribir un blog.